¿Es cierto que el español que se usa y escucha en Colombia es el mejor de todo el territorio hispanoparlante? ¿Que los colombianos tienen un mayor interés por el cuidado de la lengua y por el estudio de los atropellos que puedan llevar a cabo quienes la utilizan? ¿Que son mucho más hábiles en el arte de la retórica y en el manejo de la palabra escrita?

 No es ésta una pregunta que deba contestarse aceleradamente ni sin cierta reflexión, ya que en su contestación se juega con decenas de orgullos patrios entre los que se lleva a cabo la comparanza. Es, además, difícilmente medible en términos cualitativos y cuantitativos: ¿cuál es la definición última de “buen español”? ¿Qué parámetro es el decisivo? ¿Deberíamos cotejarlo en términos de ortografía, gramática, fonética, semántica, retórica? ¿Cómo podemos asegurar que en un país se habla mejor que en otro? ¿Qué porcentaje de sus habitantes debería hablar bien, qué porcentaje mal? ¿No deberíamos tener en cuenta, a su vez, que existen los modismos, incluso dentro de los límites de un mismo estado? ¿Cómo, en definitiva, comparamos el buen uso del español entre diferentes países o, incluso, entre comunidades de un mismo territorio?

Aun sabiendo que tenemos entre manos un asunto que hay que tratar con delicadeza, al inicio de esta investigación, todavía con el entusiasmo de un niño que recibe un presente, nos lanzamos a preguntar a los aludidos colombianos en busca de una respuesta precisa y concreta.  Las contestaciones que obtuvimos bien podrían dividirse en tres grandes grupos: aquellos que afirmaron de manera soberana que sí, los modestos que alegaron que de ninguna manera, y los que bajaron educadamente la cabeza, sonrieron, y ni afirmaron ni desmintieron, dando por tanto a entender que efectivamente así era.

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La solución, pues, no estaba en la calle, así que decidimos virar nuestra atención hacia el ámbito profesional, percatándonos de inmediato que no éramos los primeros – ¡oh, sorpresa!-  en tratar de encontrar una respuesta a tan controvertido asunto; asunto que lleva robando tiempo de reflexión a académicos y estudiosos de la lengua castellana desde hace años.

Todos ellos coinciden en que la mejor respuesta la dio Jose Antonio León Rey, profesor colombiano que fue delegado por América Latina, ante sus colegas de la Real Academia de la Lengua Española:

“Yo no sé si los colombianos somos quienes mejor castellano hablamos, pero seguramente somos quienes más amamos esta lengua”.

Con esta frase tronando en nuestras cabezas, no está de más investigar qué motivos pudieron llevarle al profesor a proferir esta declaración: ¿qué ejemplos existen para afirmar que el colombiano, seguramente, ame más el español que sus vecinos venezolanos, ecuatorianos, peruanos, o incluso más que otros países alejados, como España o México?

Lo cierto es que cuando se bucea un poco en la maraña de la historia, existen poderosos ejemplos de estudiosos colombianos que, como bien apunta el escritor y miembro de la Academia colombiana de la lengua Daniel Samper Pizano, ayudaron a dictar y difundir el correcto uso del castellano. Ejemplos tales como el de Don Rufino José Cuervo (1844 – 1911), filólogo y humanista colombiano que en 1872 inició la titánica labor de crear un Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, en el que se encuentra un exhaustivo estudio acerca del origen y la evolución del significado, sintaxis y la ortografía de cada palabra analizada. Una tarea sobrehumana a la que dedicó casi cuarenta años de su vida pero que sin embargo no pudo terminar, llegando sólo hasta la D. Se necesitaron ochenta y tres años y cincuenta filólogos más para llegar a la Z.

 

Don Rufino y su birra

Don Rufino es tan admirado en el país que hasta le han dedicado una cerveza. #petarlo

 

O como el de Don Miguel Antonio Caro (1843 – 1909), político, escritor y miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, quien en su jubilación se lanzó a traducir los clásicos griegos y latinos, y prefirió dedicar el tiempo que muchos concederían al descanso, a redactar tratados gramaticales sobre estas lenguas arcaicas.

O el caso de José Manuel Marroquín (1827 – 1908), olvidable Presidente de la República que sin embargo dejó como legado un Tratado completo de la ortografía castellana y varias lecciones de retórica y poética que aún son de consulta obligada para los estudiosos.

O el de Félix Restrepo (1887 – 1965), filólogo y jesuita colombiano que dedicó su vida al estudio y difusión del buen uso del castellano, escribiendo obras tales como El alma de las palabras, El castellano de los clásicos y La ortografía en América.

O el hecho de que en Colombia se creara la primera Academia de la lengua de toda América. O, a lo mejor, y de manera más simple y cercana en el tiempo, que este país sea patria de un aclamado premio Nobel de Literatura.

 

García Márquez, embriagadito de emoción tras enterarse de lo del premio

García Márquez, embriagadito de emoción tras enterarse de lo del premio

Sea como fuere, a lo largo de la historia existen variados ejemplos de colombianos que han dedicado su vida, y muy probablemente también su lozanía, a la honrada causa de las Buenas Letras. ¿Puede que sea éste el único motivo para que los colombianos se hayan ganado una fama que todavía perdura en el tiempo y que aún hoy muchos de ellos exaltan orgullosos? Pudiera ser, pero si me lo permiten, como la entusiasta visitante que he sido en este país durante más de siete meses, me gustaría añadir una posible causa más.

Me atrevo a afirmar que también se han ganado parte de esta buena fama por su naturaleza educada: el colombiano medio – pues siempre existen excepciones, claro está – glorifica el respeto y la educación, y es por ello que lo demuestra en su hablar y sus maneras; unas virtudes que se le han inculcado a pulso, tanto en la escuela como en casa.

En las escuelas, además de darse una educación que enaltece los valores de la corrección, se mantiene la institución de la personería: cada año, tras una estudiada campaña electoral, los alumnos votan y eligen a un representante de último grado para que defienda sus intereses ante el colegio y en las diferentes reuniones municipales donde se juntan los delegados de cada colegio. Así, para ganar el título de personero, los aspirantes han de establecer unas propuestas que ayuden a mejorar la vida en las aulas, defenderlas ante sus compañeros y debatirlas con sus contrincantes. Ni que decir cabe que para lograr el puesto, el candidato deberá convencer y persuadir a sus votantes, mediante su correcta expresión y carisma al hablar – artes que se enseñan y perfeccionan en diferentes juntas con el Personero Mayor de la ciudad, quien tiene la labor de guiar a sus pupilos para que desempeñen una correcta labor – .

Como podéis comprobar, se trata de una cosa seria, con felicitación en photoshop y todo.

Por otro lado, los padres colombianos se esmeran, aun cuando tenga que ser correa en mano, método que todavía se usa habitualmente en los hogares, para que sus hijos demuestren rectitud y respeto. Aquí, por lo general, los jóvenes tratan a sus padres con exquisitos modales y se cuidan mucho de no decir groserías en su presencia, evitando así una provocación que pudiera acarrearles lastimosas consecuencias.

 

Dicho respeto, pues, predomina en las comunicaciones y comporta, por ejemplo, que se haga uso del Usted, o incluso de su forma más arcaica “Su merced”. Si no se conoce a la persona es imperativo, pero también se da entre familiares, sobre todo en los casos donde no se ha logrado romper la barrera que separa al pariente del amigo. Pasar al tuteo no es algo habitual, pues denota cierta falta de esta virtud; donde ocurre más a menudo es en las relaciones de pareja, ya que de todos es sabido que la transgresión de este valor, de manera acordada, entusiasta y apasionada, suele añadirle más agitación al asunto.

Siguiendo en esta tónica, las fórmulas de cortesía son a Colombia como el vino tinto a España. Mientras que en nuestro país nos contentamos con un “por favor”, un “gracias” o en “buenos días”, aquí se esmeran por agradar al interlocutor con decenas de floridas frases creadas con el único sentido de alegrar los oídos y crear una conversación más amigable. Así, cuando se inicia un diálogo con una persona conocida o desconocida, como puede ser el caso en un establecimiento, lo habitual es escuchar: “Muy buenos días, señora” / “¿Cómo le va?” / “¿Cómo amaneció?” / “¿En qué le puedo ayudar?”, para terminar despidiéndose con un sincero: “Para servirle, señora, con mucho gusto” / “Que le vaya bien” / “Que tenga un buen día” / “Que Dios le bendiga”.

Dichas fórmulas alcanzan su cénit cuando un colombiano tiene que pedir un favor, momento en el cual llegan casi a rozar lo paródico, por la manera ciertamente cómica en la que enredan su sintaxis: como al educado colombiano le “da pena” – vergüenza – tener que hacerlo, se alarga y recrea en refinados prolegómenos, que provocan el deleite del extranjero y también que éste, casi siempre desarmado por la fuerza de la imprevista corrección, se rinda y dé el favor por hecho antes de conocerlo. Un ejemplo clásico de la manera de empezar una súplica en este sentido, sería: “Qué pena, señora, le ruego me disculpe si la estoy importunando, ¿le podría molestar pidiéndole un favor?”. ¡Claro que sí! ¡Cómo negarse!

Así, estas formas educadas en las que el colombiano da vueltas y vueltas a las frases con su dulce soniquete, junto con las estrictas normas aprendidas tanto en la escuela como en casa, provocan que el oyente atienda a una conversación generalmente fluida, sin socavones, propia de un discurso bien armado. El colombiano no suele aturullarse con las palabras; las suelta de un tirón, con conciencia de lo que está haciendo: expresarse con vocablos, es decir, hablar.

Si todo esto no os convence, pensad en Betty, que era fea, pero educadísima; y aunque un poco tartamuda, muy correcta en su expresión

Volviendo entonces al tema que nos ocupa: ¿podemos, pues, asegurar, tras el repaso a los casos históricos y a sus buenas mañas en el hablar, que en Colombia se usa el mejor castellano del mundo?

No, por desgracia y a pesar de lo apuntado anteriormente, no podemos hacerlo de ninguna manera, pues hay otros factores que entran en juego, empezando con que carecemos de una definición categórica de lo que sería el “mejor castellano del mundo”.

No obstante, lo cierto es que la fama les acompaña desde hace tiempo. Quién sabe exactamente el motivo, o cuando empezó a popularizarse esta sentencia: puede que fuera cuando el mundo se enteró de que Gabriel García Márquez era colombiano, o efectivamente por los muchos sabios nacionales que ofrecieron su vida al deleite y estudio de las letras, o a lo mejor por las educadas y delicadas maneras de sus habitantes al hablar… o porque, simplemente, la gente cree y repite lo primero que oye en la calle.

Quién sabe, pero ojalá esta fama perdure y puedan celebrarla muchos años más.

Una victoria de vez en cuando no viene mal.